Aplicaciones y Ética de CRISPR
Los cristales de CRISPR chisporrotean en un vasto cosmos de posibilidades, como si la biología hubiera desarrollado un ilógico pero efectivo sistema de edición genética, comparable a un editor de fotos en tiempo real que, en lugar de retocar paisajes, rearranja fragmentos de ADN con la precisión de un cirujano que opera con una linterna encendida en la oscuridad absoluta. Desde corregir defectos hereditarios hasta diseñar organismos con rasgos que parecen extraídos de un mundo paralelo, las aplicaciones de CRISPR hacen que la ética se asemeje a una cuerda floja atravesada por un elefante disfrazado de bufalo. La travesura de cambiar el código genético, en cierta forma, es como editar el guion de una obra de teatro en plena función: a veces, resulta en un acto brillante, otras, en tragedias inesperadas que se despliegan sin aviso.
Un caso práctico que conmocionó al campo fue el experimento llevado a cabo en China en 2018, donde el científico He Jiankui utilizó CRISPR para editar los genes de dos embriones humanos con el fin de conferirles resistencia al VIH. La reacción fue un terremoto ético y científico, no solo porque el experimento fue clandestino y sin el consenso adecuado, sino porque abrió una repisa de preguntas que parecen de ciencia ficción: ¿es moral jugar a ser Dios cuando la vara de medir de la ética parece estar hecha de plastilina en medio de un taller de circo? La experimentación de He fue como intentar pilotear un cohete sin mapas, con la diferencia de que los pasajeros eran bebés con futuros escritos encriptados en sus genomas, y la autoridad moral, unos pocos interesados que vieron una oportunidad de oro en la frontera del conocimiento.
Aplicar CRISPR en agricultura, por ejemplo, se asemeja a convertir una plaga en un mimo, modificando genes para que no solo sean resistentes a enfermedades, sino que puedan absorber el smog como si fuera una esponja ecológica, casi una invocación de un eco-dios en bata de laboratorio. Sin embargo, debates recientes sugieren que estos cambios podrían activar efectos en cascada, como un dominó cerebral en el ecosistema agrícola, donde las modificaciones unintended se propagan como virus en un cibercafé. La cuestión no es solo sobre producir trigo más robusto o maíz que cante, sino sobre el equilibrio de un delicado ecosistema en el que cada engranaje, por pequeño que sea, puede desencadenar un efecto repentino y descontrolado.
En la edición de animales, CRISPR se ha transformado en un Frankenstein moderno, donde zorros congelados en el tiempo —mujeres, en verdad, con protagonismo poco usual— pueden tener su destino alterado en un laboratorio, formando modelos que imitan enfermedades humanas o recopilando datos que parecerían sacados de una novela de ciencia ficción. La controversia subyacente es si estos animales son derechos con capacidad de consentimiento o meramente piezas en un tablero de ajedrez biológico. La ética en estos casos es como administrar un analgésico a un robot: puede aliviar el dolor, pero también puede alterar su funcionalidad básica, levantando cuestiones sobre la integridad del ser y la naturaleza del sufrimiento.
La historia de un suceso real, que parecía sacado de una novela negra, tuvo lugar en 2020 cuando un grupo de investigadores afirmó que había logrado editar embriones humanos para resistir infecciones. La comunidad científica reaccionó con un rechazo unánime, como si una secta de alquimistas hubiese intentado transformar plomo en oro con recetas antiguas. El problema no era solo el método, sino la idea de que la manipulación de la genética humana puede transformarse en un acto que desafía las leyes de la moralidad, como si el código genético fuera una puerta a dimensiones desconocidas en donde el consentimiento y la responsabilidad desaparecen, dejando solo un eco de decisiones tomadas en la sombra.
Quizá, en un mundo donde el ADN es un lienzo y CRISPR el pincel, la ética se asemeja a un título de propiedad que aún no se ha inventado. La capacidad de reescribir la vida, de jugar a ser dioses en un escenario donde las reglas son tan frágiles como una gota de tinta en agua, demanda no solo conocimiento técnico sino también una brújula moral que pueda navegar en mares desconocidos. La línea entre innovar y jugar a ser creador, entre curar o destruir, se desliza y se rompe con cada edición. La cuestión no es si podemos editar, sino si debemos hacerlo sin que nuestras acciones se conviertan en un eco inquieto en el vasto vacío del futuro.